BERNARDO ATXAGA ZALDUONDO - BILBAO DE EUZKADI A EUSKADI Tenía trece años cuando escuché por primera vez la palabra Euzkadi. Estábamos un grupo de es- colares mirando desde lo alto de la colina adonde nos solía llevar el maestro para la clase de Ciencias Naturales, cuando mi compañero de pupitre, impresionado quizás por la amplitud y belleza del valle que veíamos desde allí, suspiró de manera ostensible y declaró: Nik bizia emango nikek Euzkadiren a/de. Es decir: yo daría la vida por Euzkadi. Detrás de nosotros había un bosque, y una pájaro entre verde y marrón salió de él y pasó por encima de nosotros como queriendo rubricar la afirmación. Gu ez gaituk espainolak, gu euskaldunak gaituk, añadió el compañero de clase cuando el pájaro ya había vuelto a desaparecer entre los árboles. "Nosotros no somos españoles, nosotros somos vascos". El patetismo y la rotundidad de aquellas palabras me conmovieron profundamente y creí estar ante uno de esos secretos que, al parecer, según me hacía sospechar lo ocurrido con los Reyes Magos o con la cuestión sexual, jalonaban el paso de la niñez, de la niñez mental, a la mayoría de edad. Temeroso de que mi compañero se diera cuenta de mi ignorancia fijé la vista en el centro de un árbol frondoso y dije: Nik ere bizia emango nikek Euzkadiren a/de, "también yo daría la vida por Euzkadi". Como por arte de magia, el pájaro verde y marrón salió de aquel árbol y volvió a pasar por encima de nosotros como una exhalación. Es una paloma, dijo el maestro. Luego explicó que había palomas de muchos colores, que no todas eran como las de los parques de la ciudad o como las domésticas que solían tener en los caseríos. No sé si en el terreno de nuestros afectos existe algo equivalente a esa impronta que, según Lorenz, recibe un animal a las pocas horas de nacer dejándole marcado para siempre y directa- mente ligado con lo primero que ve moverse en su derredor, y es probable que el término, prove- niente de la imprenta pero que ahora se utiliza sobre todo en zoología, no cuadre bien con el do- minio de lo humano; pero, de todos modos, como hablar de huellas o primeras impresiones me parece excesivamente vago, prefiero decir que lo ocurrido aquel día me marcó profundamente, que hubo un antes y un después de la conversación con mi compañero de pupitre, que aquellas extra- ordinarias palabras dejaron en mí una impronta que nunca desde entonces he dejado de sentir en mi interior. Naturalmente, no fui un caso aislado, sino uno más de los muchísimos que se dieron en aquella época, principios de los sesenta, en todas las zonas del país donde la lengua vasca se mantenía fuerte y en algunas en las que nos se mantenía tanto. Todos supieron de la existencia de un país oculto, y a todos les emocionó la noticia cuando, al igual que lo había hecho mi compa- ñero de escuela, los encargados de transmitirla se mostraron tristes y soñadores: tristes al princi- pio de la conversación, cuando se trataba de hablar de la guerra perdida y del pueblo sojuzgado por un dictador obsesionado con destruir todo lo vasco; soñadores después, cuando se explicaba el ideal, que no era otro que la liberacón de Euzkadi. No mucho más tarde, llegaron las canciones, los himnos: Euzko guadariak gara Euzkadi askatzeko, gerturik daukagu odola bere a/de emateko, "somos soldados vascos para liberar Euzkadi, estamos dispuestos a derramar nuestra sangre en su defensa". Como siempre, la música ayudaba a que la impronta quedara profundamente fijada; como una herida, como un surco, como una incisión en el alma. 13 Poco a poco, fueron llegando más noticias sobre el país obligado a ocultarse a causa de su de- rrota en la guerra, y así supimos -los adolescentes vascos de los años sesenta- que tambíen había una bandera, muy distinta por cierto de la que el maestro nos hacía izar cada mañana en la escuela; una bandera que, además, era bonita, de tres colores, roja, verde y blanca. Hau duk gure ikurrina, "ésta es nuestra bandera", nos explicó mi compañero de pupitre mostrándonos una especie de estampa. Luego preguntó: Ba al dakizue non dagoen Zuberoa?, "¿Sabéis dónde está Zuberoa?". Yo respondí: Donostia ondoan, "Cerca de San Sebastián". El me corrigió al instante: Ez, Frantzian zegok. Euzkadiren zazpigarren probintzia duk. Gure aita han egon huen gerra ondorenean, "No, está en Francia. Es la séptima provincia de Euzkadi. Mi padre estuvo allí después de la guerra". Revelación tras revelación, el misterio se iba aclarando, y nuestra convicción era cada día ma- yor. En un determinado momento, hicimos el descubrimiento quizás más decisivo, el de la lengua que hablábamos habitualmente, y de pronto fuimos conscientes de su rareza, de su valor; supimos también, alguien nos lo explicó, que los gobernantes de aquel momento deseaban destruirla a toda costa. Por eso estaba prohibida en la escuela o en el Ayuntamiento, por eso ponía en los libros que era un dialecto sin importancia. Un año después de que la paloma verde y marrón volara sobre nosotros, no nos cabía duda acerca de nuestra pertenencia al país oculto y protestábamos contra la situación a nuestra manera, a lo adolescente: cuando llegaba la hora de cantar el "Cara la sol" no decíamos cara al sol con la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, sino cara al sol con la camisa nueva que tú pringaste de mierda ayer. En cuanto al himno de Oriamendi -que también debíamos cantar de vez en cuando en la escuela-, nuestra versión decía así: Por Dios por la pata del buey, murieron nuestros padres, por Dios por la pata del buey moriremos nosotros también. Con todo, aquella novedad que se había introducido en nuestro pequeño universo apenas tuvo repercusión en la vida de todos los días. Venía a ser como un secreto, como una de las muchas co- sas que los adolescentes -en revancha por lo ocurrido durante la niñez- suelen esconder a los adultos. No alteró, por ejemplo, nuestra buena relación con los hijos de los andaluces o extreme- ños que habían llegado al pueblo para trabajar en la industria, ni nos hizo romper los cromos de la selección española de fútbol. En realidad, éramos demasiado inocentes. En aquella época, ningún adolescente sabía lo que era una huelga o una manifestación. Ni siquiera los que iban a los institutos de San Sebastián o Bilbao lo sabían. Pasó algún año más, pasó otra paloma verde y marrón por encima de nuestras cabezas y, por el surco ya marcado, nuestra idea de Euzkadi fue ampliándose: a veces la asociábamos con el paisa- je -con la Ama Lur, "tierra madre"-; otras, con alguna leyenda romántica al estilo de la narrada por Navarro Villoslada en Amaya o los vascos del siglo VIII; otras más, la mayoría de las veces, con el País Vasco en general, la vieja Euskal Herria. Cuanto más se nos escondía -en la televisión, en la escuela, en el mundo oficial- todo lo que nos era cercano, todo lo relacionado con la cultura de nuestro país, más creíamos en Euzkadi. Urrutiago, maitatuago, "cuanto más lejana más querida". Sin embargo, por muy emotiva que nos resultara, por muy enamorados que estuviéramos de ella, la idea era en gran parte falsa. El país oculto que vislumbrábamos en tal o cual manifestación, y que tan de una pieza nos parecía, era más bien un país idealizado, de fantasía; un territorio que debía muchísimo a la imaginación y a la necesidad de creer en algo. Por una parte, la palabra Euzkadi sólo rimaba bien con las ideas de los vascos que habían luchado como gudaris en la gue- rra o habían estado a favor de su causa, es decir, con la ideología del Partido Nacionalista Vasco, y nada tenía que ver, en cambio, con los vascos de ideología falangista o requeté, también numero- sos, o con los que durante la guerra combatieron en las filas socialistas o izquierdistas; por otra parte, la guerra la habían perdido todos los ciudadanos que lucharon por la República, y no sólo 14 los vascos que defendieron Bilbao o fueron bombardeados en Guernica. En resumidas cuentas, Euzkadi no era un territorio ni una gente -como sí lo era el País Vasco, Euskal Herria-, sino el nombre que una determinada opción política, la más vasquista, daba a su utopia. Naturalmente, nosotros no podíamos hacer lo que la paloma verde y marrón, no podíamos des- doblarnos y volar sobre nosotros mismos para saber dónde estábamos exactamente, y seguimos adelante con aquel conglomerado de ideas y sentimientos a la espalda. De vez en cuando, el azar nos presentaba un caso que no encajaba en nuestra precaria ideología, pero nosotros no repára- bamos en ello. Recuerdo por ejemplo que un campesino, hablando de una de las primeras vícti- mas de la guerra, un conocido carlista dijo: Banderan dena bilduta ekarri ziaten, "lo trajeron total- mente envuelto en la bandera". Nosotros pensamos que se refería a la verde, roja y blanca. Veíamos lo que necesitábamos ver, y no teníamos dudas. De haberlas tenido, de haber hecho preguntas y averiguaciones, enseguida nos habríamos enterado de que el autor de la música de aquel "Cara al sol" que nos hacían cantar en la escuela no era de Toledo, Murcia o Zaragoza, sino del cercano pueblo de Zegama, y que su nombre era, no González o Molina, sino Tellería. O, para mayor evidencia, alguien nos habría hablado del pintor Cabanas Erausquin, nacido en nuestro mismo pueblo, Asteasu, y podría habernos contado la verdad, es decir, que nuestro paisano había sido el pintor oficial del Régimen de Franco, y que los símbolos franquistas más conocidos, el escudo de España o el yugo y las flechas, habían salido de su mano. Pero, como digo, no hubo dudas ni averiguaciones, y nuestra idea -nuestro sentimiento-, de lo que era Euzkadi se mantuvo incólume. En realidad, dadas las circunstancias -dada nuestra edad, dada aquella primera impre- sión perfectamente guardada por nuestro Múscula Arcaico, dada la situación política de los años sesenta-, no había otra posibilidad. Creo que fue el novelista Gombrowicz el que habló del ser humano como de algo que, eterna- mente inmaduro, únicamente adquiría su forma definitiva al estar entre o frente a los demás, de tal modo que una persona cualquiera podía ser de mil maneras diferentes dependiendo de la pre- sión exterior de cada momento. Pues bien: según todos los indicios, eso fue lo que nos ocurrió a una buena parte de los adolescentes de aquella época. Inmaduros por naturaleza, más inmaduros aún por la edad que teníamos, la presión exterior que ejercía el franquismo nos reafirmó tanto en la idea de Euzkadi como en la de una patria vasca derrotada por España durante la guerra. En otras circunstancias, habríamos matizado, quizás, nuestra idea de la histora y del país, pero allí estaba el franquismo despreciando nuestra lengua, secuestrando los libros que hablaban de nues- tra cultura, arrancando incluso las lápidas en cuya superficie figuraba un lauburu, el símbolo de los cuatro brazos. En una palabra, allí estaba el odio de la dictadura dando la razón a lo que decía alguno de los panfletos de finales de los sesenta: que no todos los vascos habían luchado contra Franco, pero que Franco sí había luchado contra todos los vascos. Cuando, un par de años des- pués de lo de la paloma verde y marrón, alguno de mis compañeros de escuela repitió aquello de que estaba dispuesto a dar la vida por la causa, la palabra Euzkadi tenía ya bastante contenido. Por decirlo brevemente, Euzkadi se estaba haciendo a la contra. De nuevo, las canciones ocuparon su lugar: Gu gera Euzkadiko gaztedi berria, Euzkadi bakarra da gure aberria, "somos la nueva juventud de Euzkadi, Euzkadi es nuestra única patria". Pasaron algunos años, pasaron más palomas sobre nuestras cabezas, y de pronto una tarde lle- garon cientos de guardias civiles y comenzaron a registrar todas las casas y a patrullar por los mon- tes. La noticia se extendió enseguida: habían matado a un guardia civil de tráfico,.allí cerca, en Villa- bona, a unos cuatro kilómetros de donde vivíamos. Luego, los acontecimientos se precipitaron: los 15 autores del atentado fueron localizados, y Txabi Etxeberrieta murió. Su compañero, Sarasketa, fue detenido. Dijeron que un teniente, enfrentándose a sus propios hombres, le había salvado la vida. Algo después, la carretera apareció regada de octavillas. Pésimamente impreso, el texto decía: "Ante tanto sensacionalismo y tanta información tendenciosa por parte del aparato informa- dor fascista-capitalista, ETA sale al paso para dar a conocer en lo posible al pueblo la muerte de Xabier Etxebarrieta. Txabi Etxebarrieta fue asesinado en Tolosa, no cabe duda alguna. Los testigos presenciales, las quemaduras de la camisa y la autopsia efectuada así lo confirman. Los mante- nedores del Orden Capitalista muestran sus métodos: TXABI ETXEBERRIETA fue sacado del coche y sin tan siquiera pedirle la documentación fue esposado, colocado junto a la pared y muer- to de un tiro en le corazón, a quemarropa( ... )". Aquel año, 1968, cambió la historia política vasca. Toda nuestra ideología anterior debía su existencia a lo ocurrido antes y durante la guerra, y era sobre todo un reflejo, el último brillo de la exposición de 1936; pero el tiempo no había pasado en balde y algunos vascos menos jóvenes e inocentes que nosotros; que sabían quién era el Che, y que conocían las teorías anti-colonialistas de Franz Fanon o Lenin, ya veían la cuestión de una forma diferente. De hecho, ya habían creado una organizacón, una Resistencia Vasca que pronto tomaría el nombre de ETA. Aquella Resisten- cia, según nos fuimos enterando por los panfletos que se difundieron tras lo de Etxeberrieta, tenía miembros en la cárcel, y disponía de un medio de expresión, una revista clandestina, Zutik, en la que ya se hablaba abiertamente de la Revolución Vasca: "La Revolución Vasca es el proceso que debe realizar el cambio radical de las estructuras políti- cas, socio-económicas, en Euzkadi, por medio de la aplicación de una estrategia justa. No basta una conciencia de clase nacional, puesto que sufrimos tanto las estructuras capitalistas como las imperialistas". En el mismo artículo, se nombraba al PNV diciendo: "Es, hoy por hoy, un partido superado en los dos aspectos: nacional y social". La separación ya estaba hecha, y Euzkadi se convirtió muy pronto en Euskadi. La leve diferencia ortográfica señalaba el comienzo de una nueva andadura. Pero, en el fondo ¿tanto había cambiado la situacíón? No lo sé, aunque tengo la impresión de que, pese a la ortografía, pese también a la agudeza y dramatismo que los problemas alcanzaron a partir de 1968, el esquema de la construcción de Euzkadi o Euskadi siguió siendo el mismo de siempre. Por un lado, una serie de personas que, habiendo entrado en la política por la vía senti- mental o emotiva, estaban empeñadas en convertir el país soñado e idealizado en un país real; sueño e ideal que, además, ahora iban por doble o por triple, puesto que se trataba de construir una patria independiente y socialista por medio sobre todo de la lucha armada; por otro lado, un exterior agresivo, una dictadura fascista que, paradójicamente, por su respuesta brutal a los ata- ques, y por continuar con su negación de todo lo vasco, contribuía más que nadie a esa labor de construcción. Un surrealista hubiera definido la situación como el encuentro en un país pequeño de un Imposible y una Represión. "La respuesta que el fascismo da a nuestras acciones", escribían los teóricos de la lucha armada, "suele ser brutal e indiscriminada, afectando incluso a gente completamente alejada de nuestra organi- zación, y contribuye así a la toma de conciencia por parte de la sociedad vasca. Muchos que no se sen- tían comprometidos con la causa comenzaron a estarlo el día en que fueron apaleados en comisaría". Fueron pasando los años, fueron pasando las palomas sobre nuestras cabezas, y la dialéctica entre Imposible y Represión comenzó a ser preocupante. Un día era una bomba en el monumento a Tellería, aquel autor de la música del Cara al sol; otro era una veintena de detenciones y una trein- tena de palizas en comisaría; otro más, una muerte, de un lado o de otro, o del que se había puesto 16 en medio. Y junto con eso, los panfletos, las teorías, las discusiones internas, las escisiones, las huelgas, las manifestaciones. Y luego, por fin, flotando sobre todo aquello, una duda: ¿Moriría Franco aquel año? ¿Moriría el siguiente? ¿Acabaría la dictadura con la muerte del dictador? No, no moriría aquel año, y tampoco al siguiente: ¿Acaso no era hijo de un alcohólico que había dura- do hasta los noventa y nueve o cien años? Pues esa era la cuestión, que era hijo de longevo y que además no bebía. Pero sí, al fin murió, y de pronto hubo partidos, Parlamento, elecciones generales, Estatuto de Autonomía, Democracia. Cabía pensar que con el cambio de situación también cambiaría la lucha por Euskadi. Pero, muy pronto, con el asesinato de Eduardo Moreno Bergaretxe, Pertur -el diri- gente de ETA que preconizaba la conversión del grupo en partido político-, la cosa quedó clara: la lucha armada continuaría. Y cuando miles de personas apoyaron con su voto esa opción, todos supimos que el problema vasco iba para largo. Imposible y Represión continuarían condicionan- do nuestra vida. A principios de los ochenta, la situación parecía peor que durante los últimos años del fran- quismo. Los atentados, numerosísimos, empezaron a ser indiscriminados, y aquella antigua ETA que, hacia 1970, había escrito una carta a la Guardia Civil afirmando que "comprendía su situa- ción" y sugiriéndoles que abandonaran el Cuerpo, resultaba ahora naif. Por su parte, Represión también endureció su postura. En el 81, o quizás en el 82, ocurrió algo terrible: un militante de ETA murió a causa del castigo inflingido en comisaría. Lo reconocí en cuanto la televisión mostró su imagen: era uno de mis compañeros de escuela. No el que había dicho nik bizia emango nikek Euzkadiren a/de, sino otro que nosotros llamábamos Lasha y cuyo verdadero nombre era José Arregui. Antes de morir había confesado a sus compañeros: latza izan da, "ha sido terrible". Unas palabras muy difíciles de olvidar para los que le conocimos. Ahora estamos en 1995, y ya es posible decir que existe una Euskadi real, mejor incluso de la que muchos soñaron en una época en la que el fenómeno, maravilloso, de recuperación de la len- gua era sencilla y literalmente inimaginable. Sin embargo, sigue habiendo entre nosotros personas que desechando dicha realidad -a la que, con afán despectivo, llaman Vascongadas- exigen aún lo que, según todas las evidencias, la mayoría de las personas que viven en las siete provincias vas- cas no desean. La exigen además con una clase de violencia nueva y con un lenguaje cada vez más metafísico, capaz de inventar lemas como ese Euskal Herria askatu, "liberad a Euskal Herria" que se ve en todas partes. Así que, como tampoco ha desaparecido la tortura y el apoyo a la guerra sucia, Imposible y Represión continúan viviendo en el pequeño país fronterizo, y ya no sabemos muy bien cuál de los dos nos da más miedo. Escribo esto en otoño de 1995. Si me dejara arrastrar por el reflejo retórico pondría punto final diciendo que llegarán muchas palomas, palomas de todos los colores, pero que la blanca, la que tantos esperan, no llegará. Sin embargo, estoy convencido de que existen en Euskadi, y en todos los partidos, en el arco que va desde Herri Batasuna hasta el Partido Popular, políticos inteligentes y de buena voluntad capaces de proponer una salida, y con ese convencimiento cierro esta somera reflexión. 17 LOS BOSQUES DEL TRADUCTOR Como los héroes de los cuentos tradicionales, el traductor que inicia el viaje por las páginas de un libro deberá estar preparado para superar los obstáculos que se le presenten en el camino, y tener además mucho cuidado, un cuidado extra, a la hora de atravesar sus tres bosques: el Lin- güístico, el enmarañado y tupido bosque de las palabras, el Cultural, bosque engañoso y lleno de ecos, y el de la Presión Social, bosque poderoso y vigilante. Traductor que no cuente con la astu- cia de Pulgarcito, traductor que no conseguirá llegar a casa. El primer bosque, el puramente lingüístico, no es excesivamente peligroso. Puede ocurrir, eso sí, que, aun traduciendo bien, respetando incluso todas y cada una de las reglas que podrían ense- ñarse en una hipotética Maravillosa Escuela de Traducción, las palabras se confabulen de tal mane- ra que estropeen el resultado del trabajo. Recuerdo, en este sentido, que en uno de mis libros juve- niles tuvimos que actuar quirúrgicamente ya desde el mismo título, debido a que la exacta traduc- ción del original, Behi ·euskaldun baten memoriak, quedaba en Memorias de una vaca vasca, es decir, que resultaba vacunamente cacofónica. Otro caso similar es el que se le planteó al traductor griego de mi novela El hombre solo. Los nombres de los protagonistas, Jon y Jorre, que en el País Vasco son nombres corrientes, eran un problema en Atenas, porque Jorre, que se pronuncia Xone, suena allí como la segunda persona del singular del imperativo de un verbo que significa meter o zampar. El traductor consideraba inadecuado transcribirlo tal cual, porque podía sonar ridículo, vulgar, raro, hasta con ciertas connotaciones sexuales, y hubo que optar por la solución radical: cambiar de nombre a los protagonistas. Generalizando ahora éstas y otras cuestiones de mi bosque lingüístico particular -experiencia de escritor y traductor, no de lingüista-, yo diría que las lenguas tienen zonas fuertes y zonas dé- biles. La lengua equis, tal o cual lengua, soluciona muy bien alguna de ellas, por ejemplo la zona verbal del pasado; en tanto que otra zona, por ejemplo la de las subordinadas y de las oraciones de complemento directo, no la soluciona tan bien. Por poner un caso, si analizo la cuestión desde mi bilingüismo y comparo las dos lenguas, el vasco o euskera y el español, veo que en -español lo no conjugado, hablando en términos literarios, es una zona débil. Los gerundios del español, por ejemplo, construidos con la terminación -ndo (llorando, cantando, moviendo ... ) resultan extremada- mente monótonos si se comparan con sus iguales en lengua vasca, que lo mismo terminan en -iz que en -ez, -ten, -larik o -ka ... de forma que a la hora de traducir un poema como el titulado Saga- rrondo ttipi bati sehaska kanta (Nana a un pequeño manzano), construído a base de gerundios dife- rentes y fonéticamente muy suaves, el traductor de turno se queda espantado ante un texto que (ando! endo!. .. ) suena como una marcha militar, o casi. En la lengua vasca lo más débil es, desafortunadamente, una zona verbal muy interesante para la narración. Me refiero a ese mecanismo narrativo, tan simple como eficaz, que combina las for- mas del pretérito pluscuamperfecto con las del indefinido y hace que una novela pueda comenzar más o menos así: "El marino entró en la tienda que la viuda tenía en el puerto. Había pasado dos meses en un barco mercante, recorriendo la ruta" ... Es la forma habitual de narrar, y cuando uno lee una narración en lengua española enseguida empieza a ver esos había que abren como un parénte- sis en el pasado y se combinan con los compró, miró, saludó que van marcando las acciones. En vasco existe una posibilidad real de hacer esto, pero el mecanismo narrativo no es tan bueno y ficcionaL El equivalente al pluscuamperfecto no abre el paréntesis tan claramente como el había. El escritor y gramático del siglo XVI Juan de Valdés escribió: "Hay cosas que en una lengua se dicen bien, que en otra no se dicen así de bien". Yo creo que se refería a las zonas fuertes y a 18 las zonas débiles de cada lengua. Y lo mismo el poeta inglés Auden cuando dijo que un mal tra- ductor es el "que parafrasea donde debe ser literal, y al revés". En nuestro ámbito, actúa equivo- cadamente aguel traductor vasco -traductor al euskera-, que intenta ser literal en los pluscuam- perfectos, etc. sin irse a la zona fuerte de los verbos no conjugados; en tanto que el mal traductor español es aquel que, por ejemplo, se empeña en traducir los gerundios fonéticamente suaves del vasco al único y rimbobambante gerundio del castellano. El segundo obstáculo, ese segundo bosque que debe atravesar el traductor y que yo he llama- do cultural, proviene del hecho, conocido por todos los que han tenido cierta experiencia con los libros, de que la traducción no es una operación puramente lingüística, sino, sobre todo, cultural. Es decir, que el traductor trabaja con lo connotativo, las resonancias, la historia de las palabras, los ecos ... El traductor debe realizar, pues, un trasvase: de una cultura a otra, de un país a otro. A veces, el trasvase será también temporal, pues puede darse el caso de que el texto a traducir -el Kalevala finlandés, por ejemplo- sea de algún siglo pasado. Este bosque, ya lo he apuntado al principio, es muy engañoso. Por ejemplo, ¿cómo traducir bien, con toda su resonancia, sentencias como aquella que repite la protagonista de Memorias de una vaca?: "Cuando salí de Balantzategi, cuando salí de aquel caserón, allí dejé enterrado mi cora- zón". Si alguien no le advierte acerca de la canción popular que está debajo de la sentencia -que hace sonreír al lector que, por cultura, sí conoce la clave- el traductor está perdido. Lo mismo podría decirse con respecto a las alegres viudas que aparecen en la novela de Faulkner El sonido y la furia: si el traductor no cuenta con una buena edición crítica de la obra, lo más probable es que nunca llegue a adivinar que se trata de una marca de preservativos. Recuerdo, en este mismo sen- tido, la pésima traducción que los alumnos de una clase de literatura hicieron de uno de los ver- sos del famoso poema de Brecht Preguntas a la historia, poniendo "la maravillosa Atlántida" allí donde el poema original decía: "la fabulosa Atlántida"; desliz que no hubiera sido posible de tener aquellos alumnos más referencias de las que, por falta de cultura, tenían en aquel momento ... No todos los traductores salen bien parados de este bosque. Y no por falta de formación o de conocimiento de lenguas, valores que a un traductor se le suponen, sino por cuestiones de ideo- logía literaria. Si, por ejemplo, un traductor está anclado en el modelo romántico y tiene un con- cepto del creador tan hipertrofiado que se deja impresionar por los escritores que se creen dioses -en España hay seis o siete, creo-, lo más probable es que tenga problemas con el trasvase. Más fácil lo tiene, en mi opinión, el traductor que piensa en sus lectores y actúa con libertad, es decir, cortando esta o aquella frase, añadiendo tal o cual palabra, retocando un párrafo; el traductor que, en definitiva, se siente representante y valedor de la sociedad de llegada, de los lectores que van a leer la novela o el poema en la lengua que él utiliza. En cierta ocasión -tengo este caso por ejem- plar, por eso voy a contarlo-, un amigo mío tuvo la oportunidad de traducir un poema de Chester- ton; precioso, sí, y divertidísimo, en sus dos primeras estrofas, pero horrible y santurrón en la ter- cera y última. "Chesterton, ¿andas por aquí?", preguntó mi amigo a voz en grito. El posibl~ espíritu del escritor no respondió. Mi amigo agarró entonces las tijeras y cercenó el poema dejándolo sin la tercera estrofa. Lo que a él le importaba era el destino del poema. Quería que los lectores dis- frutaran. Y, efectivamente, soy testigo de ello, los lectores del País Vasco y de finales del siglo XX disfrutaron con aquel texto escrito casi cien años antes. Gracias a mi amigo, gracias a que no actuó como un traductor romántico; gracias también a que Chesterton no andaba por allí y pudo así zafarse -cito ya el tercer obstáculo, el tercer bosque- de la Presión Social. 19 La Presión Social sobre la literatura es algo bastante más decisivo de lo que generalmente se confiesa, y para explicar cómo actúa, y a qué me refiero, voy a resumir aquí lo que, según el soció- logo marxista Suskind, ocurrió en Inglaterra hacia mediados del siglo XIX Por lo visto, la socie- dad de bibliotecas públicas de aquel país declaró a través de los periódicos que nunca más iba a aceptar una novela escrita en tres tomos; declaración que sentó como un mazazo entre los que vi- vían de la pluma, ya que la mayoría de ellos -el 80 por ciento para ser exactos- publicaba preci- samente novelas en tres tomos. Pues bien: al año siguiente hubo un tremendo bajón de novelas en tres tomos, y a los dos años ya sólo se publicaron tres; algo después, el año que se cumplió el quin- to aniversario de aquella declaración, el número de novelas de tres tomos era igual a cero. ¿Qué había ocurrido? Sencillamente, que los escritores decidieron ser razonables y prácticos. No sé hasta donde llega la influencia de la Presión Social, pero desde luego va mucho más allá de lo que, en su simplicidad, da a entender la anécdota. Una vez escribí que el género literario es, sobre todo, una manifestación de esa presión; que si los cuentos existen en la forma en que exis- ten, o las novelas. o las obras de teatro, ello se debe a la presencia de un Exterior que, acutando igual que la presión atmosférica, conforma una obra poniéndole condiciones, normas y límites; llevándola hacia tal o cual matriz, hacia tal o cual género. Podemos preguntarnos ahora: ¿cómo se las arreglan los traductores con la Presión Social? Para decirlo rápidamente, la presión sobre ellos suele ser muy fuerte, un obstáculo -el bosque de las miradas vigilantes le hemos llamado- muy dificil de superar. ¿Cómo cortarle una estrofa a un autor que, al contrario que Chesterton, está tan vivo como nosotros? Cortar, cambiar, adaptar, hacer versiones ... sería, insisto en ello, lo natural; pero eso es algo que sólo está al alcance de los que, como yo, traducen sus propios textos. O de los traductores que, como ciertas estrellas france- sas, se sienten representantes de una gran institución literaria y capaces de enmendarle la plana hasta al propio Faulkner, corrigiendo y ordenando su texto comme ilfaut. O de los que, traducien- do obras de género o novelillas de kiosko, es decir, traduciendo obras de autores populares que la institución literaria no defiende, pueden permitirse el lujo de saltarse sistemáticamente todas las descripciones y reducir el texto a puro diálogo; cosa que, dicho sea de paso, ha ocurriod con auto- ras tan famosas como Patricia Highsmith. Resumiendo: la parte creativa de la traducción, la parte líbre, sólo está al alcance de los que, por una razón u otra, logran olvidarse de las miradas vigi- lantes del tercer bosque y trabajar sin demasiada presión. Repito ahora lo que he dicho en las primeras líneas: como los héroes de los cuentos tradicio- nales, el traductor que inicia un viaje por las páginas de un libro debe estar preparado para atrave- sar tres enamarañados, engañosos y poderosos bosques. Traductor que no cuenta con la astucia de Pulgarcito, traductor que no consigue llegar a casa. 20