Maria-Teresa De Pieri Universidad de Udine Las facetas del tiempo en la prosa de Miguel Delibes Palabras clave: tiempo, muerte, vejez, mito, ironía Una anécdota curiosa nos permite empezar con la incidencia que tuvo la componente temporal en la obra -y en la biografía- de Miguel Delibes. En el prólogo del primer volumen de sus Obras completas, aparecido en 2007, el autor de Valladolid juega con los límites concedidos a la propia existencia biológica, profetizando a sus lectores, y con tono claramente sarcástico, el anuncio de su propia muerte: «Aunque viví hasta el año dos mil..., el escritor Miguel Delibes murió en Madrid el 21 de mayo de 1998, en la mesa de operaciones de la clínica La Luz. Esto es, los últimos años literariamente no le sirvieron de nada» (Delibes, 2007). La aparición de El hereje, precisamente en el año 1998, representa, por lo tanto, la meta profesional del escritor -que le valió, por segunda vez, el Premio Nacional de Narrativa- más allá del cual Delibes no imagina ya ninguna forma de continuación; era necesario despedirse del tiempo y de la literatura con un repliegue radical: «No puedo escribir. Mi pesimismo, con el que ya nací, ha ido en aumento. Me ha confirmado que la vida es corta, que da poco y que, en general, salvo momentos fugaces, es poco agradable [...]» (García Domínguez, 2010: 851); publicará en 2005, con su hijo Miguel Delibes De Castro, un libro de espíritu ético-moral, La tierra herida, y dejará esbozadas algunas páginas de una novela corta, Diario de un artrítico reumatoide, cuya gestación lo acompañará hasta su desaparición, el doce de marzo de 2010. El tema de la muerte, del cual parten estas reflexiones, corre paralelo al de la percepción del tiempo, de su fin y de su irreversibilidad, de lo cual Miguel Delibes tiene plena conciencia, incluso antes de que las cuestiones biográficas lo induzcan a reconocer el indiscutible agotarse de su tiempo. Intentaremos analizar, en este trabajo, el peso que el componente temporal asume en su vasta y heterogénea producción literaria, destacando, no tanto una sucesión cronológica, sino los escritos que hemos considerado más representativos. Tanto en las novelas, por tanto, como en los artículos que Delibes publicó a lo largo de los años, el sentido del fin adopta forma en relación a diferentes disposiciones temporales: es el pasado el que se revive en Señora de rojo sobre fondo gris (1991), una intensa y apasionada obra de la memoria (el protagonista es Nicolás, un pintor que perdió a su mujer años atrás y que ahora, víctima de una intensa crisis creativa, decide compartir los momentos dolorosos de este acontecimiento con su propia hija), que centra en el tiempo que se ha parado, en la dolorosa experiencia de la muerte; un testimonio más, literario y biográfico a la vez, que en su afán de convertirse en poesía, intenta situarse más allá de las fronteras vitales. Delibes escribirá esta novela diecisiete años después de la muerte de su esposa, lapso de tiempo necesario para metabolizar el luto y -como sostiene Ricoeur- para retomar los hilos de una memoria herida1; a través de las palabras de su alter-ego Nicolás, el autor retomará, pues, el tema de la dramaticidad del vivir cotidiano y de las estériles ilusiones ligadas al futuro: «Pero, ¿qué podía aportar el tiempo que no fueran nuevas tribulaciones?» (Delibes, 2010: 114). La relación que se establece entre la experiencia del dolor y el fluir del tiempo aflora constantemente entre las líneas de este largo soliloquio y recalca, en una especie de monótona letanía, el ayer, el hoy y el mañana de la triste historia del protagonista, animado solo por la voluntad de encontrar una dimensión que trascienda al incurable e impresionante poder destructivo de la enfermedad y del transcurrir del tiempo; al acercarse la tragedia, Nicolás sostendrá, de hecho, que: Caí en una fase de inhibición, aunque en el taxi, como cada vez que me alejaba de la enferma, surgió una absurda esperanza, la ilusión de que, durante mi ausencia, algo impensado hubiera sucedido allí. Pero ¿qué podía suceder? Al llegar a la habitación, todo seguía lo mismo: tus hermanos recostados en la cama vacía, a la espera, el silencio gravitando sobre el grupo, mientras Primo concertaba el paso del tiempo, hojeando ruidosamente los periódicos. De vez en cuando, como cada mañana, o como cada tarde, alguien entraba o salía de la habitación, llegaba 1 Cfr. Ricoeur, 1998: 214-230. En relación con «la memoria herida», la dimensión del recuerdo se funda en el tiempo, pero sobre todo «exige [...] un tiempo - un tiempo de luto». Ovidio con una mínima novedad o se anunciaba el equipo médico. Y, al caer la noche, los tíos Concha y Juan me traían alguna cosa de comer y, al acabar, me iba a la cafetería y me tomaba un valium de diez con dos vasos de vino de postre. [...] En ese momento, el único del día, todo volvía a ser posible; la vida y la muerte estaban en el filo de una navaja. (Delibes, 2010: 147-178) La recuperación del pasado, alternativamente íntimo y social, y su interrelación con el tiempo presente es asimismo el escenario en el que se mueve Carmen Sotillo de Cinco horas con Mario (1966), novela que, de nuevo, nos proporciona una singular y lúcida representación de la muerte. Para narrar el presente y el futuro, Delibes hace que su personaje se exprese en pasado, en un diálogo ficticio con el marido difunto, y sobre los contenidos de este pasado construye un juego sutil e irónico a propósito del fin del tiempo («[...] todo tiene remedio menos la muerte», que vuelve más de una vez: «Todo tiene remedio menos la muerte, date cuenta, que parecerá una vulgaridad pero anda que no tiene miga ni nada la frasecita esa», Delibes, 2010: 218 y 271), sobre la inconsistencia de las acciones de Mario, que ha desaprovechado la mayor parte de su vida («No es por nada, Mario, pero lo de Paco me ha hecho reflexionar y es inclusive pecaminoso desaprovechar los talentos que Dios nos ha dado, así, que con escribir esas cosas que escribes en 'El Correo' no adelantas nada ni haces bien a nadie, perder el tiempo, como yo digo», Delibes, 2010: 180), sobre el contraste entre los viejos tiempos («Entonces existía vida de familia, daba tiempo para todo y, cada uno en su clase, todos contentos»; y también «¡Qué tiempos! Yo lo pasé bien bien en la guerra, digáis lo que digáis, si era como una fiesta [...]», Delibes, 2010: 113 y 257) y la mediocre actualidad («[...] lo cierto es que cada vez hay más vicio y, hoy en día, hasta las criadas quieren ser señoritas, para que te enteres, que la que no fuma, se pinta las uñas o se pone pantalones, yo qué sé. ¿Crees tú que esto es formalidad? Estas mujeres están destrozando la vida de familia», Delibes, 2010: 113). La asimetría cronológica que se crea en este continuo ir y venir entre pasado y presente, afecta también al ámbito más específicamente narratológico del texto, en cierto modo, ya desde la elección del título: no hay linealidad en la organización del relato, que sigue exclusivamente -y de manera simultánea- el tiempo subjetivo de quien narra, los momentos que se hacinan en su conciencia, mientras la estructuración del tiempo se funda constantemente sobre episodios analépticos que disgregan la lógica de los eventos. Como marco a los veintisiete capítulos que componen la novela, Delibes introduce un prólogo y un epílogo, narrados en tercera persona por un narrador omnisciente, y que unen el largo monólogo de Carmen, cuya duración es, de hecho, de unas pocas horas. La concentración temporal del discurso hace de contrapunto, de este modo, a una dilatación de los acontecimientos, a un gran número de situaciones que la protagonista revive y que, en definitiva, han caracterizado más de veinte años de su historia conyugal con Mario y de la historia del país. El tiempo se percibe de manera diferente por quien sabe que tiene bastante todavía a disposición y quien es consciente de que tiene poco: Miguel Delibes reconstruye, en La hoja roja (1959), el perfil de un protagonista masculino en los umbrales de la tercera edad (se trata de Eloy, viudo, con dos hijos, pero carente de afecto por parte de los mismos, aunque recompensado, en cierto modo, por el de Desi, la muchacha con la que vive y que se ocupa de las tareas domésticas), que expone la propia teoría sobre el transcurrir del tiempo justo en el momento en el que le conceden la jubilación: «De joven soñó con la jubilación y ahora, de jubilado, soñaba con la juventud. El tiempo le sobraba de todas partes como unas ropas demasiado holgadas e imaginó que tal vez sus paseos vespertinos con Isaías terminarían por ceñir las horas a su medida» (Delibes, 2010: 35). El tono es, sin duda, más ligero respecto a las obras que hemos analizado hasta ahora, pero poco incide el hecho de que esta novela haya sido escrita anteriormente. Tanto Eloy, el viejo, como Desi, la joven, meditan sobre el valor del tiempo que se les ha concedido y sobre la necesidad de no malgastar la más mínima oportunidad; Eloy intentará convencerse, como le sugiere su compañero Gil, de que «Hoy un hombre a los 70 no es un viej o, métaselo en la cabeza, don Eloy. La ley dijo setenta como pudo decir noventa. El retiro es un premio. Hoy un hombre a los setenta no es un viejo. Usted ahora podrá dedicar su tiempo a lo que le plazca; a sacar fotografías, por ejemplo» (Delibes, 2010: 13-14), mientras que el vigésimo cumpleaños de la Desi le servirá para convencerse a sí misma de que «[...] la vejez se inicia con la segunda decena de la vida» (Delibes, 2010: 95). Es una cuestión que atenaza los pensamientos de los personajes, que les persigue desde el principio hasta el final de la novela y que, incluso ante su diferencia de edad, perciben el presente como una especie de vestíbulo temporal y la vida como una «sala de espera» (Delibes, 2010: 225): Desi confía en el coronamiento de su sueño de amor con el Picaza como condición indispensable para la propia autoafirmación; don Eloy, encontrándose con la advertencia que le proporciona simbólicamente la «hoja roja»2, asimila el principio heideggeriano de que el ser humano es un 2 Después de haberse despedido de la cena que se había organizado con ocasión de su jubilación, don Eloy se aparta para fumar y entre los papelillos saca una hoja roja, la cual, «ser hacia la propia muerte»3 y se ve computando de manera minuciosa lo que le queda todavía por vivir: El viejo Eloy sabía que el hombre es un animal de corta vida por larga que sea la que se le conceda. Ya de chico hizo unos cálculos y conocía el promedio de vida normal de un hombre: 25.000 días, es decir, poco más de medio millón de horas. Ahora, el viejo Eloy calculaba los días de vida de un hombre que muere a los 75 años y llegó a la conclusión de que rondaban los 27.375, que correspondían a 657.000 horas, o sea 39.420.000 minutos, o sea 2.365.200.000 segundos. Pero considerando que el hombre duerme un promedio de ocho horas diarias, que transcurrían en un estado de muerte provisional, venía a resultar que el hombre que muere a los 75 años había vivido tan sólo 18.250 días, o sea 438.000 horas, o sea 26.280.000 minutos, o sea 1.576.800.000 segundos. Mas si descontaba, como era de ley, los días, las horas, los minutos y los segundos que el hombre pasa en la inopia de la primera infancia, la vida consciente de un hombre que vive 75 años se reducía a 15.695 días, o sea 376.680 horas, o sea 22.600.800 minutos, o sea 1.356.048.000 segundos. Ahondando en su caso concreto, el viejo Eloy llegaba a la conclusión de que viviendo hasta los 75 años, le quedaban por vivir 1.220 días, que correspondían a 29.280 horas, o sea 1.756.800 minutos, o sea 105.408.000 segundos. Muy poca cosa en el mejor de los casos. (Delibes, 2010: 197) Proyectada con intensidad hacia el futuro, la novela no descuida, sin embargo, la lección del pasado y, como hemos ya visto con Carmen en Cinco horas con Mario, los tiempos inciertos y míseros del presente legitiman este constante recorrido hacia atrás, que encontraremos de nuevo en otros textos de Delibes, no solo narrativos. Por lo tanto, si «[...] el viejo Eloy aseguraba que en sus tiempos había otra seriedad y que los proble mas importantes se resolvían sin prisas [...]» (Delibes, 2010: 151), el óptico del pueblo, Pacheco, añadirá que en España, avisa al fumador de que el paquete está a punto de terminarse («Quedan cinco hojas»). 3 Cfr. También algunas secuencias de la novela Las ratas: «Para San Andrés Corsino el tiempo despejó y los campos irrumpieron repentinamente con los cereales apuntados»; «Sin embargo, este año, el tiempo continuaba áspero por Santa María Cleofé, pese a que el calendario anunciara dos semanas antes la primavera oficial» (Delibes, 2010: 68, 109). «No hay tiempo. Hoy día nadie tiene tiempo para malgastarlo en frivolidades» (Delibes, 2010: 170), mientras Desi se limita constantemente a insistir en que «El tiempo se va sin sentir, ni te das cuenta» (Delibes, 2010: 229). Las continuas retrospecciones al pasado de don Eloy y de Desi les garantizan un puerto seguro en el que apoyarse, un refugio al que acudir, para evadirse de un presente pasivo y aparentemente inalterable. La insistente repetición con la que son propuestos al lector los episodios vividos por ambos protagonistas, ralentiza de manera considerable el transcurrir del tiempo, sobre todo el que más concierne al ámbito del discurso, y frena el dinamismo de la acción; esto contribuye a crear un ritmo narrativo que dilata, por otra parte, y de manera, a menudo, considerable, el tiempo de la aventura, el cual, como indican las pocas anotaciones del texto, cubre no más de algunos meses. Los capítulos finales demuestran que la temporalidad percibida por los personajes de La hoja roja puede asumir, sin embargo, otra cara: la incertidumbre del futuro encuentra consuelo en la inmutabilidad del presente que, a pesar de sus banales costumbres, consigue garantizar cierta forma de seguridad; el hecho de haber perfilado la vida de Eloy y de Desi como una routine, como un continuar mecánico de horas inertes, donde no existen fuertes emociones, se contrapone, al final, al tiempo vivo, el que los dos personajes, el viejo y la joven, deciden compartir juntos, de manera plena y concreta. La prosa periodística, a la que Miguel Delibes se dedicará ya desde finales de los años cuarenta, confirma la presencia de algunos temas germinales en los que el escritor profundizará más tarde en sus proyectos narrativos más amplios. Uno de estos se refiere exactamente a la reflexión sobre el tema de la vejez, que desarrollará, por ejemplo, en un artículo que titulará Los viejos, incluido en la antología Usa y yo de 1996. La estructura es comparativa: el viaje que Miguel Delibes hace, en 1964, a los Estados Unidos, le sirve para meditar sobre la divergencia que existe entre Europa y el continente americano, sobre la diferente escala de valores y, en cuanto a lo que nos interesa, lo relativo a la antitética percepción y valoración del tiempo, personal y colectivo. Ser viejo en los Estados Unidos representa una condición de total hermetismo en relación al mundo y de sorprendente inutilidad: ¿Qué puede hacer un viejo en estas ciudades disparatadas -Nueva York, Chicago, Los Ángeles, San Francisco- una vez que pierde la energía para apretar unos pedales y los reflejos para manipular un volante? Desde luego, si está enfermo, lo mejor que puede hacer es internarse en un hospital y, aun sin estarlo, lo que más le convendría sería morirse; morirse de un ataque al corazón, que es, al juzgar por las estadísticas de este país, la forma más moderna y evolucionada de morirse. (Delibes, 2007: 758) La carrera con, y contra el tiempo, los ritmos acelerados y enérgicos de la modernidad, no permiten la inclusión de quien, frente a este dinamismo, solo crea molestia y desaceleración: «En una sociedad como ésta, esencialmente dinámica, no hay lugar para los viejos; los viejos constituyen un freno; estorban» (Delibes, 2007: 758). No solo eso: si la abuela americana no puede contar con la premura de la familia y con el calor del hogar doméstico, sino que tiene que resignarse a ver cómo se esfuma el propio tiempo en soledad o inmersa en contextos extraños a su propio mundo, la abuela española puede contar con sólidas normas de «solidaridad y convivencia» (Delibes, 2007: 760) que le otorgarán un papel y un peso en la sociedad y un reconocimiento afectuoso de los suyos; la circularidad del tiempo le permitirá volver a ser útil y vivir su propia vejez serenamente y en compañía de sus familiares. Paralelo a este tema está el del retorno al pasado, que se plasmará no solo en los cuentos de Viejas historias de Castilla la Vieja, sino también en los escritos periodísticos; en ellos Delibes indaga sobre algunos clichés españoles y los reconsidera de manera crítica, aunque siempre con espíritu alegre, incluso a la luz del papel que la componente temporal asume en relación a la configuración del territorio y a la organización social. En Pueblos envejecidos, que forma parte del libro-reportaje titulado Castilla habla (1986), el espíritu es inicialmente el del cronista desencantado, que reconoce en la tierra de Castilla -que es también su tierra- el preludio y la síntesis de la decadencia de España, el arquetipo de un mundo, el del pueblo, que sufrirá en el tiempo solo miseria y abandono: «¿Sedano dentro de veinte años? Como siga así, nada, oiga; pero nada de nada» (Delibes, 2010: 541). El peso del tiempo y la descomposición que este produce, corroe también los molinos de Castilla (¿El último molino?), los sustrae de su funcionalidad agrícola, arrollados por la modernidad, y los restituye en clave meramente pintoresca: «Se han muerto los molineros mayores, los viejos, y los nuevos no quieren saber nada. Mejor dicho, quieren apretar un botón y ya está», y afirma, además, que «[...] estos pintorescos molinos de Castilla y León han pasado a manos de artistas, intelectuales y extranjeros que aman la soledad, el aire limpio, el murmullo del agua a sus pies» (Delibes, 2010: 547). Una disposición menos negativa es la que emerge de Los entierros, artículo recogido antes en Vivir al día, artículo que, no por casualidad, cuando aparece en El «Norte del Castilla», el 22 de febrero de 1962, se titulaba El tiempo es oro. Los entierros. En él Delibes retoma un tema sobre el que se discutió mucho en aquellos años y que atribuía al procedimiento de sepultura de los muertos una de las posibles causas del retraso del país: «[...] cuando en España comenzó a decirse que era necesario trabajar para levantar al país de su postración, se pensó que los entierros constituían un lastre y que, aunque la práctica de las obras de misericordia estaba muy bien, era preciso reducir el tiempo empleado en ellas [...]» (Delibes, 2010: 65). Se trataba, por lo tanto, de volver a considerar el empleo del tiempo o, diciéndolo en palabras del autor, «de simplificar la muerte de los muertos para mejorar la vida de los vivos» (Delibes, 2010: 65), tal como preveía, y con modalidades decididamente surrealistas, el correspondiente programa financiero: «De este modo», se decía, «si el acompañamiento, pongamos por caso, es de trescientas personas y se reduce en media hora la duración del ceremonial y la ciudad de una media de siete entierros diarios, tendremos -¡en nuestra capital solamente, señores!- un ahorro de treinta mil horas mensuales que van a revertir en beneficio de la economía nacional». (Delibes, 2010: 65) Miguel Delibes vuelve al valor social del tiempo también en ¿Qué hacemos con la siesta?, donde se burla del trabajo del doctor Engherard, el cual había declarado poco tiempo atrás que «dormir es perder vida» y que, por ello, había que revisar la organización de la jornada de un hombre; inventó -añade el autor- un «sistema de sueño eléctrico que permite eliminar en tan sólo dos horas toda fatiga muscular o nerviosa» (Delibes, 2010: 61) y así fue. Delibes, reconociendo que «El hombre de nuestro tiempo, impulsado por una avidez insaciable de progreso, no encuentra pausa» (Delibes, 2010: 61) no puede hacer otra cosa que rebelarse contra tal extravagancia, y precisa: El hombre de nuestro tiempo siente prisa y el profesor Engherard se ha sacado de la manga los días de treinta horas. ¿Qué vamos a pedir? [...] Ya disponemos de más tiempo para trabajar y, sobre todo, para divertirnos. ¿Qué después de una jornada de doce horas nos sentimos fatigados? Un calambrito y al baile. ¿Qué después del baile nos encontramos derrengados? Otro calambrito y a beber vino hasta las tantas. A estas alturas iba resultando risible aquella arcaica expresión de descabezar una siesta. (Delibes, 2010: 61-62) La antología Castilla, lo castellano y los castellanos es también densa en referencias, confirmándolo el hecho de que el tiempo está relacionado íntimamente con la identidad social: si en Dependencia del cielo Delibes resalta la importancia que asume el tiempo meteorológico en relación con la actividad agrícola del territorio y sostiene que «El cielo, el tiempo, continúa siendo, a pesar del tractor, de la selección de semillas y otros avances técnicos y científicos, el gran protagonista de Castilla» (Delibes, 2010: 725-726), en Apego a la tierra aclara que «[...] el viejo campesino ha parado deliberadamente el reloj. El reloj del campo es la tradición [...]» (Delibes, 2010: 733), mientras que en Los apodos y los días añade que «En Castilla los días se llaman santos» y que «Los santos, antes que santos, son fechas concretas del calendario agrícola» (Delibes, 2010: 748-749V No solo son las enfermedades y la muerte las que generan un particular modo de asumir el tiempo, son también los eventos existenciales, como puede ser el inicio de una historia de amor, que condicionan la percepción de los días, las horas, los instantes. Para Eugenio Sanz Vecilla, jubilado de sesenta y cinco años, y Rocío, mujer de unos diez años menos que él, protagonistas de Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983), el tiempo vincula indiscutiblemente sus historias: es el tiempo biológico, que no se interpone como barrera entre los dos, sino que marca sus identidades específicas; es el tiempo de espera, todo proyectado con la ocasión del primer encuentro; es el tiempo vivido en su esencia corrosiva, que transforma los rostros y los años y que conducirá, al final de la novela, al distanciamiento de los recíprocos destinos; es el tiempo, en definitiva, el que proclama distancias generacionales absolutas e irreparables.5 Eugenio empieza, ya en su primera carta (se trata de una novela epistolar; Eugenio, mientras se encuentra en la sala de espera del médico, se enfrasca en la lectura de una revista en la que aparece el anuncio de una mujer que pide correspondencia), con meditaciones precisas sobre la propia edad y sobre la urgencia de vivir el presente de manera plena e incondicional: «A los diecinueve años, el tiempo no cuenta, es ilimitado, pero a los sesenta y 4 Cfr. También algunas secuencias de la novela Las ratas: «Para San Andrés Corsino el tiempo despejó y los campos irrumpieron repentinamente con los cereales apuntados»; «Sin embargo, este año, el tiempo continuaba áspero por Santa María Cleofé, pese a que el calenda-rio anunciara dos semanas antes la primavera ofi-cial» (Delibes, 2010: 68, 109). 5 «Soy un convencido de que uno de los síntomas más obvios de la decadencia de Occidente reside en el progresivo desdén por la cocina. A las muchachas de hoy no es infrecuente escucharlas que ellas no pierden el tiempo cocinando. ¿Cree usted, señora, que el tiempo que se emplea en la cocina es tiempo perdido?»; «A los jóvenes de hoy les gusta ganar tiempo, perdiéndolo; entiéndame, haciendo cosas inútiles, estudios que no sirven para nada.» (Delibes, 1983: 10, 74) cinco, sí» (Delibes, 1983: 87); una verdadera obsesión para el protagonista, que repetirá insistentemente hasta qué punto son importantes sus sesenta y cinco años. Miguel Delibes empezará a escribir la novela en 1979, cuando tiene pocos años menos que su personaje, y esto lleva a pensar que la coincidencia no es causal, sino que la reflexión funciona, a nivel literario, como una especie de meditado -aunque divertido- balance personal. Eugenio encarna, sin lugar a dudas, el arquetipo del «antihéroe en estado puro», como lo definirá García Domínguez (García Domínguez, 2010: 647), lo opuesto al jubilado de sesenta y cinco años convencional, tanto que su excéntrico perfil resulta evidente ya en el título: «[...] don Eugenio Sanz no puede ser 'sesentón', palabra poco fina para el personaje, quien no se conforma con menos que con 'sexagenario'» (García Domínguez, 2010: 649), precisará Delibes; personaje sexagenario, por lo tanto, que se verá animado por anhelos eróticos decididamente anormales para su edad: «Anoche, en mi duermevela, lo desataba morosa y amorosamente en un juego erótico elemental. ¡Qué turbación, mi amor! ¿Es posible, criatura, que uno pueda despertar al erotismo a los sesenta y cinco años? ¿Qué extraño bebedizo me has dado para encender en mi pecho estos deseos adolescentes?» (Delibes, 1983: 122). Y añade: «Me siento turbado, querida, como un adolescente ante la primera imagen erótica, aunque también viejo y desbordado, no lo puedo remediar» (Delibes, 1983: 81). La trama de la novela, dinamizada por los frecuentes ejercicios rememorativos de Eugenio, acompaña, con ritmo apremiante, su intenso compromiso sentimental, al que hacen de contrapunto las vacilantes réplicas de la mujer, que mantiene firmes las riendas del tiempo real, físico, y lo gestiona con mayor equilibrio y prudencia: cuando él quiere acelerar este tiempo, planificando meticulosamente su primer encuentro, ella lo frena, aduciendo excusas de todo tipo. La duración del relato y su relación con la duración de la historia, es, por lo tanto, quizás uno de los aspectos temporales más interesantes de la obra: resultan completamente ausentes situaciones de igualdad entre los dos elementos (la que Genette define como escena) ya que la misma estructura del texto -epistolar, como hemos dicho-, generalmente no admite partes dialogadas, mientras prevalece la elección de la extensión narrativa (análisis), donde el relato sufre momentos de interrupción con respecto al tiempo de los acontecimientos. Para llegar al desenlace, el lector tiene que seguir estas continuas incursiones retrospectivas que, si por un lado revelan la ambigua y fluctuante personalidad del protagonista, por el otro resultan funcionales respecto al recorrido del relato y a la llegada del clímax final. Por la manera de desarrollarse la singular relación entre Eugenio y Rocío se intuye, además, la elección de precisas disposiciones estacionales: el conocimiento epistolar empieza en abril, es decir, bien entrada la primavera, culmina en la fase estival y se resuelve, teatralmente, al llegar el invierno, abandonando al protagonista en su periodo menos propicio y aludiendo, de este modo, al estereotipo del viejo relacionado con la estación fría: Desde niño he sido muy sensible al frío [...]. El frío es alevoso y yo me sublevo cada vez que oigo decir al ministro del ramo, con esto de la crisis de energía, que es preciso ahorrar calefacción, que la temperatura en centros oficiales no debe sobrepasar los dieciocho grados, que, por añadidura, es más saludable. Y yo pregunto, ¿saludable, para quién? Hay quien genera calor dentro de sí y lo expande y quienes precisan recibirlo de fuera. Yo soy de estos últimos [...]. (Delibes, 1983: 17-18, 20) Con respecto a las partes del día, en la novela predomina la noche. Es en este momento cuando Eugenio, ex periodista, ha vivido la mayor parte de su tiempo, desordenando su ritmo biológico natural, como él mismo reconoce: Después de largas reflexiones he concluido que esto mío es una enfermedad profesional. El periodismo, que nos hace trabajar de noche y dormir de día, invierte el orden natural para el que el hombre ha sido construido. [...] Durante los casi cuarenta años que permanecí en activo rara vez me acosté antes de las cuatro de la madrugada y, con frecuencia, me retiraba a descansar estando el sol en el cielo. (Delibes, 1983: 33) Y es siempre en ese momento, bajo la idílica luz nocturna, cuando el protagonista piensa situar, paradójicamente, los albores de su historia de amor con Rocío, aunque sin renunciar al meticuloso control del tiempo: Te propongo un plan, contando de antemano con tu aquiescencia. El día 25 hay luna llena. ¿Por qué no nos encontramos mirándola, a las doce de la noche, mientras escuchamos ambos la Pequeña serenata nocturna, de Mozart? Sería excitante vivir unos minutos pensándonos mutuamente. Para evitar errores de horarios convendría guiarnos por el informativo de Radio Nacional. (Delibes, 1983: 122) La música funciona como contorno ejemplar para una cita romántica, aunque no se trata solo de esto: «[...] concretamente en la música, al tiempo que una emoción, busco en mi pasado, la evocación del tiempo que se fue» (Delibes, 1983: 199), sostiene Eugenio, contrapuesto a un presente en el que el nuevo sentimiento, desbordante e inesperado, inmoviliza cada instante, apoderándose de cada hora del día: «Tu imagen me persigue las veinticuatro horas del día» (Delibes, 1983: 122), «te pienso a toda hora, me obsesionas» (Delibes, 1983: 134), «Te recuerda a toda hora» (Delibes, 1983: 136); un presente en el que es el tiempo de la espera el que más cuenta: «Y ahora, después de desahogarme contigo, queda lo más grave: esperar. ¿Cómo entretener la espera? He aquí el drama» (Delibes, 1983: 115). La experiencia que Eugenio saca del tiempo está íntimamente ligada, en definitiva, a los cambios que sufre su estado de ánimo: la foto que, después de mucho insistir, consigue recibir de Rocío, lo convence de que es posible llevar la mejor parte en la lucha contra los años: ¡Dios mío!, querida, ¿eres tú? ¿Es posible que seas tú esa muchacha vivaz, libre, despreocupada, que alza los brazos al cielo, arrodillada en la arena? Ante tu cuerpo semidesnudo [...], concluyo que es posible vencer al tiempo. ¿Te ofenderás si te digo que no aparentas la mitad de la edad que tienes? (Delibes, 1983: 81)6 Pero cuando comprende, al final, que su amada prefiere a su «fiel y leal amigo» (Delibes, 1983: 99), Baldomero Cerviño, tendrá que arrepentirse y confirmar de nuevo su enemistad contra el tiempo, reconociendo que la percepción de este mismo tiempo es solo cuestión de perspectivas diferentes; no es la realidad lo que hay que cambiar, lo que varía es solo la actitud individual, sobre la cual influye de manera determinante la calidad de la relación entre el que observa y el que es observado7: No mantengamos por más tiempo la ficción; olvidemos ambos nuestros sueños adolescentes y seamos francos por una vez, señora. ¿No debimos uno y otro empezar por ahí, por abrir de par en par nuestros corazones adultos y eludir actitudes 6 En la p. 89 ratificará: «Me dejas anonadado. ¿Solamente dos años de tu fotografía en la playa? ¿Quieres decir que a los cincuenta y seis puede una mujer aparentar treinta? ¿Es posible conservar la lozanía juvenil hasta la sexta década de la vida? ¿Tengo derecho a pensar que un pobre desventurado como yo, apocado y mollejón, pueda acceder a ti, diosa adolescente de cincuenta y seis años, por la que el tiempo resbala sin dejar huella?». 7 «Einstein habría demostrado que la dilatación del tiempo era solo un efecto de la perspectiva que se creaba entre un observador y la cosa observada. No había ningún cambio inherente a la realidad del objeto, sino solo una consecuencia del acto de la medida. Tal interpretación eliminaba el tiempo absoluto, ya que el tiempo existía solo cuando se efectuaba una medida, y tales medidas variaban según el movimiento de los dos objetos implicados» (en: Stephen Kern, 1988: 26-27, trad. por M.-T. D. P). improcedentes? Porque, sinceridad por sinceridad, señora, tampoco usted mide uno sesenta, ni, con todos los respetos, su aspecto es tan juvenil como proclamaba en La Correspondencia Sentimental. Más aún: su físico no guarda la menor relación con la deportiva señorita de la fotografía. Ignoro con qué fines, usted me envió la primera fotografía que encontró a mano de una atractiva señorita en bañador. Pero, con la mano en el corazón, ¿qué tiene que ver ese cuerpo armonioso, elástico, vital, de la foto, con la mujer madura, de antebrazos fláccidos, ojos enramados y cintura enteriza que se sentó frente a mí en la mesa del Milano? Entiéndame, señora, no formulo esta constatación por resentimiento, en tono de censura, pero si usted confiesa abiertamente, en una publicación, cincuenta y seis años, ¿por qué no asumirlos? Durante meses, embaucado por su fotografía, viví en la inopia, imaginando el milagro, pero cuando la otra tarde en Madrid observé atentamente su rostro y percibí, por debajo de afeites y cosméticos, las tenues, disimuladas, arrugas, las oscuras bolsas bajo los ojos azules, la traidora sotabarba, en una palabra, las patentes huellas de la edad, comprendí que tal milagro no existía, que usted era lo que tenía que ser, lo que yo era, lo que todos somos [...] una vez que abocamos a la decadencia, a la decrepitud. (Delibes, 1983: 147-148) Conclusión Son muchas las alusiones referidas al tiempo, percibido y representado, en la obra de Delibes. Un tiempo cuyo valor nace de la precoz conciencia de que será la muerte la que definirá los límites, como el mismo escritor ha confesado en más de una ocasión («[...] la muerte, obsesión que siempre me ha acompañado», García Domínguez, 2010: 155). La verdadera sustancia del mensaje de Delibes está, en nuestra opinión, en la recuperación del tiempo perdido, como si cada aspecto de la realidad contuviese en sí la huella de experiencias anteriores, positivas o negativas, tan fuertes como para emerger de nuevo, con enérgica decisión. Lo que triunfa en el escritor de Valladolid es el vigor de la atemporalidad del recuerdo, de la relación genuina e íntima con los tiempos de la naturaleza, de la inclinación a contar, en cualquier momento, y con discreta ironía, historias que, paradójicamente, se sitúan fuera del tiempo y de los tiempos. Bibliografía Alonso de los Ríos, C. (1993): Conversaciones con Miguel Delibes. Barcelona: Destino. Bakhtin, M. (1975): Voprosy literatury i estetiki. 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El periodista. El ensayista. Barcelona: Destino. Delibes, M. ([1959] 2010): La hoja roja. Barcelona: Destino. Delibes, M. ([1964] 2010): Viejas historias de Castilla la Vieja. Madrid: La Fábrica. Delibes, M. ([1991] 2010): Señora de rojo sobre fondo gris. Barcelona: Destino. García Domínguez, R. (2010): Miguel Delibes de cerca. Barcelona: Destino. Genette, G. (1972): Figures III. París: Éditions du Seuil; trad. it. Figure III (1976). Torino: Einaudi. Heidegger, M. (1927): «Sein und Zeit». En: Jahrbuch fur Philosophie und phenomenologische Forschung, VIII, 1-438; trad. it. Essere e tempo (1969). Torino: Utet. Kermode, F. (1966): The Sense of an Ending Studies in the Theory of Fiction. Oxford: University Press; trad. it. Ilsenso della fine (2004). Milano: Sansoni. Kern, S. (1983): The Culture of Time and Space 1880-1918. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press; trad. it. Il tempo e lo spazio. La percezione del mondo tra Otto e Novecento (1988). Bologna: Il Mulino. Levinas, E. 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The ironic tone in which he reflects on the relentless flowing of existence — such as in La hoja roja, Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso and other articles - is juxtaposed to a more serious and careful tone adopted for instance, in Viejas historias de Castilla la Vieja (1964). Moreover, the theme of death is linked to the passing of time. In Señora de rojo sobre fondo gris Delibes analyzes it as a reflection of his tough personal experience, while in Cinco horas con Mario the author takes advantage of the absence of the male protagonist, who has just died, in order to reflect on the abyss separating the present from the past. Maria-Teresa De Pieri Univerza v Vidmu Odtenki predstavljanja časa v prozi Miguela Delibesa Ključne besede: čas, smrt, starost, mit, ironija Avtorica v prispevku analizira predstavljanje časa in njegovih odtenkov v delu Miguela Delibesa, tako v romanih kot v novinarskih proznih zapisih, ki jih je avtor ustvaril na svoji bogati literarni poti. Kategorija časa se v teh besedilih povezuje z idejo eksistence, ki sledi predvsem cikličnemu ritmu narave; gre torej za naravni in hkrati mitični, osebni in hkrati kolektivni čas, katerega minljivost lahko zaustavi samo večnostna moč besed. V tem smislu Delibesovo pisanje poskuša ohraniti dediščino besedišča, ki mu grozi, da bo s časom in zaradi družbenih sprememb, ki jih ta prinaša, zamrlo. Ironični ton, s katerim pisatelj razmišlja o nespodbitnem poteku življenja - na primer v romanih La hoja roja (Rdeči listek), Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (Ljubezenska pisma poželjivega šestdesetletnika) in v mnogih člankih - je kontrapunkt resnejšemu načinu pisanja, bolj pozornemu na minevanje časa, na primer v Viejas historias de Castilla la Vieja (Stare zgodbe Stare Kastilje). Tudi tema smrti se nujno navezuje na tok časa; Delibes jo v romanu Señora de rojo sobre fondo gris (Gospa v rdečem na sivem ozadju) razčlenjuje kot odsev svoje tragične osebne izkušnje, v Cinco horas con Mario (Pet ur z Mariem) pa izkoristi odsotnost glavnega moškega lika, ki je pravkar umrl, za razmišljanje o prepadu, ki ločuje preteklost od sedanjosti.